Nueve años después, recién ubicados en un amplio local de la misma calle, el Salón de Té Astor atendía a su distinguida concurrencia en un agradable salón alrededor de un patio central, donde se encontraban las mesas con manteles bordados, y se servía en vajilla de porcelana, copas de cristal, tazas y teteras, charoles y cubiertos de plata.

Allí mismo estaban las oficinas y se fabricaban los productos, tarea en la que participaban activamente los esposos Baer, y para la cual, su dueño, siempre atento a la exquisitez de sus productos, contrataba técnicos pasteleros venidos de su país natal, tradicionalmente reconocido por su excelencia en repostería.

Para ese entonces, entre las industrias de galletería, pastelería y confiterías finas, El Astor se distinguía como de las mejores del país, al mismo tiempo que incrementaba su popularidad, y mantenía su fama de elegancia y buen gusto entre nacionales y extranjeros.